jueves, 29 de diciembre de 2016

¡Adiós, 2016!


2016 se despide de mí con el dibujo de un lector. El lector se llama Marco Navascués Re y vive en un pueblito de Soria. No nos conocemos. O bueno, sí. Nos conocemos, aunque jamás nos hayamos visto. Quiero pensar que a veces ocurre. Que hay un instante en que el tiempo se dobla y escritor y lector viven el mismo, idéntico momento, en días y horas distintos. Quiero creer que hay una conexión dormida en cada libro. Abres un libro, empiezas a leer y, si tienes suerte, la historia te agarra del cuello y te arrastra dentro. Como quien empuja a alguien al agua desde un trampolín. Y cuando ocurre, cuando un libro te engancha, página antes, página después, te encuentras con los ojos del escritor. Sabes que está ahí, entre esas líneas que lees justo en ese momento. 
Aunque me dé pudor decir esto, qué coño, lo voy a decir: miro el dibujo de Marco y tengo la sensación de que la conexión se ha producido. De que Cornelia nos ha presentado: Marco, Raquel. Raquel, Marco. Él es pequeño para saberlo, pero nos hemos mirado a los ojos. Solo por esta sensación ya le perdonaría a 2016 lo árido que ha sido a veces. Demasiadas, quizás. Bueno, le perdono por el dibujo y también porque he conocido Berlín; porque he publicado libro nuevo; porque me he reído una hartá; porque he brindado en más de tres ocasiones y porque, la verdad verdadera, pesa mucho más lo bueno que lo regular. 

¡Feliz año nuevo, Marco!

jueves, 15 de diciembre de 2016

UNA HABITACIÓN PROPIA




A veces me recibe como a una hija pródiga. La ventana soleada, la mesa en desorden, los lápices afilados y la temperatura ideal, ni frío ni calor. Un recibimiento en plan: "¡Te echaba de menos! ¿Qué haces que no empiezas a trabajar?". Cuando la habitación propia que me prometió Virginia Wolf me acoge con los brazos abiertos, me hace sentir que este es mi sitio en el mundo. Que nada, jamás, me hará tan feliz como teclear sin tregua. Que escribir es surcar el mar al timón de un barco pirata y que es eso, precisamente, lo que siempre he querido hacer. Son los días luminosos en los que este oficio es tan divertido como ir al cine con una caja de palomitas… Pero pasado ese tiempo de buenaventura (que con más buenaventura pueden ser meses) de repente un día tu cuarto da un portazo y echa la persiana. Como quien echa el cierre. Tú quieres entrar. Es tu habitación. Abres y al instante sientes una bocanada de aire que te deja helada y te expulsa de allí. Miras de lejos la mesa vacía, los lápices romos, los libros ordenados como si… En fin, los miras como si fuesen ellos los que clavasen sus ojos en ti. Ajenos a ti. Como si estuvieran a punto de lanzarse de canto contra tu frente. No entres, te dicen, como si les hubieras traicionado. Este no es lugar para flojos, te escupen. Y tú pasas de largo y los días de remordimiento se suceden y tengo que escribir es el pensamiento enfermizo del que no consigues zafarte. Y no sabes qué hacer ni dónde refugiarte. Porque la verdad es que ni eres pirata ni el barco era tuyo; el mar estaba de galerna y el timón rulaba, descontrolado, a babor y estribor mientras tú naufragabas… 
Desdramaticemos, por favor. Soy escritora. No hay que asustarse. No pasa nada. Al amanecer del día equis tras el naufragio, la puerta de la habitación propia se abre de golpe como se abriría el ojo de buey de un barco, y el sol entra a empujones y lo invade todo como si fuera verano. Y te acuerdas de que, oh sí, sí que eres pirata y dominas el timón y conoces el mar mejor que Neptuno y el mar te ama tanto como a la sirenita. Y todo vuelve al principio.